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Medellín, Antioquia

Los días sin miedo

por: María Isabel Naranjo

“Si una persona pudiera encarnar la historia de un barrio,

la de Villatina sería la vida de Joaco”.
El Flako

Allá arriba dicen que el cerro Pan de Azúcar es un volcán sin boca. Su pico redondeado sobresale de la cadena montañosa del centrooriente de Medellín y se alza como un tótem antiguo. A esa ladera de tierra amarilla llegaron campesinos desplazados por la violencia bipartidista (y en adelante de las otras violencias), subieron las mangas empinadas y arañaron la tierra para construir sus nuevas casas. Ya pasaron más de sesenta años y en ese morro han levantado 35 barrios (18 reconocidos legalmente como la Comuna 8) en el que hoy viven más de ciento treinta y siete mil personas.

El setenta por ciento de uno de esos barrios, Villatina, está construido sobre terrenos inestables que el gobierno ha declarado en alto riesgo. Mide ocho calles y siete carreras que hacen un ovillo de casas de ladrillo, ranchos de madera, calles empinadas, escalitas entre pasadizos estrechos y, en la parte alta, el primer camposanto de Medellín –el segundo en Colombia después de Armero–.

Sentado en una banca, un hombre dibuja un mapa de la comuna en la hoja de un cuaderno para señalar los lugares de una historia que hace rato no cuenta: la antigua acequia, que ya es una calle; la cancha de los pomales, que ahora es una Unidad de Vida Articulada (UVA); la Mano de Dios, que ardió en 2003; la capilla de una virgen donde hubo cerca una masacre en 1992; las letras blancas en el cerro que dicen “Jardín” –tan grandes como una vez se vieron las letras de “Coltejer”–, y en el centro de todo, el lugar donde dejó de sentir miedo de la muerte.

José Joaquín Calle Ramírez acaba de cumplir 43 años y una de las frases que dice con más frecuencia es: Un hombre que con la fuerza de su voluntad transforma el devenir catastrófico de su entorno y en medio de la muerte enaltece la vida. Es la misma que aparece inscrita sobre la placa del monumento que construyó con sus amigos en 2007, cuatro años después de la desmovilización de las Autodefesas Unidas de Colombia.

Las frases las va soltando con cada paso, así, una después de la otra, mientras subimos por unos escalones de concreto que conducen hacia el monumento. Va lento, con el entrecejo fruncido, y los ojos fijos en el suelo, como si escarbara recuerdos.

–Porque el camino recorrido lleno de dificultades y dolor engrandecen aún más los buenos momentos y abonan con mayor vigor la semilla que hoy sembramos –dice.

Son frases que memorizó en las tardes de encierro, de solar con árboles y cigarros de marihuana, cuando su amigo misterioso, el juez, el sabio loco, le contaba las historias de Calila y Dimna, el primer y único libro que ha leído desde que dejó la escuela San Francisco de Asís, en cuarto de primaria.

–Ese loco vive en Envigado, pero es buen loco, es un abogado teso. Él me decía “lea hermano, que tin, que vea”, y como yo no sabía leer casi, él mismo me leía a Calila y Dimna. También me decía que ni los libros, ni la música, ni las herramientas se prestan, pero me dejó ese libro. Y cuando yo lo abro, me meto como si fueran cosas que me hubieran pasado.

“Bueeenas Joaco”, le gritan cuando pasa por la calle y le levantan la mano.

En los periódicos de años recientes siempre aparece junto a la palabra “reconciliador”. En el 2014 fue personaje del año de la revista Semana y desde hace ocho aparece en las páginas de El Tiempo, El Mundo y El Colombiano como un líder social que recupera espacios verdes en la Comuna 8. Reconocimientos que no esperaba diez años atrás, cuando hacía parte de la lista de los 868 desmovilizados del Bloque Cacique Nutibara; y menos hace veinte, cuando le decían ‘Calvo’, no tenía miedo y cuidaba el barrio.  

El día que el nombre de Villatina apareció por primera vez en los titulares de los periódicos junto a la palabra tragedia, nadie sospechó que no sería la primera.  

Sucedió un domingo a las dos y cuarenta de la tarde del 27 de septiembre de 1987. Antes, en la transmisión del partido del clásico paisa en el Atanasio Girardot, el locutor diría que era un día hermoso, con brisa. En la cancha de los pomales, el equipito de los Once Amigos –así los llamaban– había dejado a un lado la pelota para ir a almorzar. Bajaban por el morro aledaño cuando veinte mil metros cúbicos de tierra rodaron por el cerro Pan de Azúcar dejando a su paso más de quinientas personas muertas y sin hogar a otras mil setecientas (dicen, porque de ese día no hay cuentas oficiales).

Uno anhelaba conseguir plata como esa gente, pero a punta de sueldo y de trasnoche era una terapia

El estruendo que escucharon les pareció el choque de un avión. Joaquín, trece años, corrió asustado a buscar a su hermano, a quien minutos antes había visto irse con la camiseta sudada, los guayos viejos y una pantaloneta que él ya había usado muchas veces. Dijo que tenía mucha hambre y quería llegar primero a la casa, la misma a la que después de muchos años de meterle material a punta de fiados en el depósito, le faltaban pocos adobes para dejar de ser un rancho de madera.

Era normal que los domingos a las nueve de la mañana el padre saliera con los hijos a misa en la capilla de la virgen de Torcoroma, luego bajaran en un bus de Caicedo a Junín o a Bolívar a ver en cine a Bruce Lee o a Jackie Chan. Era normal que después su padre jugara billar y tomara cerveza hasta las cinco de la tarde y su madre no estuviera porque trabajaba en Balalaika.

Pero ese domingo nada normal ocurrió.

Joaquín paró de correr donde esa mañana todavía estaban las casas de la familia de los Jiménez, que ocupaban casi toda la cuadra. En el lugar donde antes había un solar, un patio, una sala y tres piezas, el niño trató de encontrar debajo de la tierra a su madre Lidia, a su padre José de Jesús, a sus hermanas Janeth y Lina, y a sus hermanos Hugo y Giovanny. Lo hizo el resto de la noche. Lo hizo la mañana y la tarde y la noche siguientes.  

Tres días después, en el anfiteatro, reconocería la camiseta y la pantaloneta suyas que usaba Giovanny, lo que quedaba del rostro de su madre, la forma del esqueleto de su padre. Reconoció todo, porque todo le pertenecía.

Ese domingo, más tarde, vería cómo los cuerpos de rescate y los vecinos equipados con picos y palas desenterraban con vida a Mery, la hermana, con su niña entre los brazos, y, más abajo, a su hermano Hugo.

Los cuerpos de Janeth y Lina quedaron sepultados en el terreno que fue declarado camposanto cinco días después por el cardenal Alfonso López Trujillo. Ese día, dice, la cal que caía de un helicóptero sobrevolando el pico del volcán cubrió de un manto blanco la tierra amarilla. Era el manto que cubría el olor a muerte.  

De la familia de nueve solo quedaron los hermanos Duber, Mery, Hugo y él. Quedaron solos, huérfanos, como quedaron centenares de niños de Villatina en 1987, después de la tragedia, una de las diez catástrofes por deslizamiento más grandes que han ocurrido en el mundo, según los datos del Centro de Epidemiología de Desastres de la Universidad Católica de Lovaina.

Es una noche fría de marzo. La montaña que subimos está iluminada por reflectores de luz blanca que resaltan la escultura de dos metros, color café-tierra. Son dos brazos extendidos que sostienen con fuerza –o así parece– a un niño recién nacido. Un humo espeso que asciende pesado y se dispersa con olor a marihuana nos llega a la nariz cuando estamos cerca. Joaquín sonríe:

–Bueeenas Joaco –le gritan cinco pelados que están sentados en los muros alrededor de la escultura quemando yerba.

–Buenas noches muchachos.

Los cinco se retiran como si hubieran recibido, sin recibir, una orden de desalojo inmediata. Suben rápido a unas escalas más altas y en los muros que han dejado libres, Joaquín se sienta.  

–Este es el monumento que hicimos nosotros, los carelocos que nos manteníamos por acá –dice–. Mi hermana Mery sobrevivió con su hija, pero la mayoría de gente que murió aquí estaba destrozada. Con ella la hicimos y la idea era dejar un mensaje de esperanza, de que no todo murió con la tragedia.

La historia de la tragedia siempre empieza con las banderas del M19 en el cerro Pan de Azúcar, a principios de los ochenta. Muchos recuerdan las reuniones con la gente en el colegio San Francisco de Asís, los robos a los carros de la leche y cuando repartían mercados como Robin Hood.

–Quien iba a saber que iban a haber más de quinientos muertos por causa de sus explosivos –dice.


En veintiocho años, ningún técnico ni geólogo ha podido convencerlos a ellos, los que vieron con sus ojos la tierra amarilla rodando por las laderas, de que la causa de todo fue el agua represada de la acequia. Los textos de expertos dicen: “La masa físicamente se elevó –por el agua represada– y al caer atrapó el aire y descendió por la pendiente sobre un colchón de aire. Al caer, la masa comprimió el aire, por lo cual el sonido fue de un golpe seco”.

Donde hubiera sido agua estancada como dicen, hubiéramos encontrado a los cuerpos empantanados como Omaira y no descuartizados.

Sin mesas ni sillas ni baños, lo que antes era una capilla de madera que congregaba a familias de las víctimas de la tragedia de Villatina, hoy es una estructura en concreto, negra, con un gimnasio al aire libre de día y un fumadero de yerba en la noche. Un diseño con el sello de la EDU que ganó en 2010 el premio Santiago de Compostela y con el que la administración municipal dice que evitó la invasión del lugar y advirtió a la comunidad sobre el peligro de habitar las zonas de alto riesgo.

Desde el muro alto donde estamos sentados la mira y comenta:

–Ahí quedaba mi casa y fue donde hice la primera capillita para recordar a las víctimas. Orábamos, hacíamos lunadas y veíamos cine. Pero si vamos a hacer una reunión no tenemos sillas donde sentarnos, y así las tuviéramos no hay donde guardarlas. ¿Si me entiende? Y la alcaldía insistió en construir un lugar así, abierto, y vea pa lo que sirve.

Dijo Dimna: “No vez acaso que el agua es más suave que la palabra y qué la piedra es más dura que el corazón, y sin embargo, si el agua corre sin cesar sobre la piedra, acaba dejando en ella su huella”.

Mira alrededor los pequeños grupos de donde salen humaredas.

–Cuando yo era niño, los bazuqueros nos daban un ejemplo el hijuemadre, se encerraban en los matorrales y no se dejaban ver fumando de nadie. Ahora a los pelados les gusta es que los vea todo el mundo. Vea que yo andaba con el juez y se me pegaron cosas del juez. Pero si los peladitos lo único que ven son mariguaneros, eso se les pega.

En enero de 1988, Joaquín vivía en la casa de la hermana de su madre en el departamento de Caldas. No pasó mucho tiempo sin sentir que era mejor un parque, cualquiera, a una casa extraña donde todo giraba en torno a la plata que consiguiera para justificar su presencia. En la calle sólo esperaba que todo estuviera oscuro para acostarse en un rincón donde nadie lo viera, y a las cinco de la mañana, cuando sonaban las campanas y se abrían las puertas, entraba en la iglesia para protegerse del frío.

La vida en Caldas pasó así: dormir, pedir comida, dormir… seis meses o tres años. Es una época que poco recuerda.

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–Yo era aburrido de la vida y no soportaba que me mencionaran nada que tuviera que ver con mi mamá porque iba encendiendo a puñaladas al que fuera. Yo le pedía a mi diosito que me llevara, y nada. Él me tenía pa otras cosas.

A los dieciséis años Joaquín ya tenía un balazo en la espalda y una pistola 7.75. Una llegó después de la otra. Allá arriba dicen que si Bienestar Familiar no amparó a los huérfanos después de la tragedia, si lo hizo la delincuencia.

Después de Caldas aterrizó en Bello –un municipio cercano donde 85 familias damnificadas recibieron asesoría técnica para la autoconstrucción del barrio San Andrés– y cuando los combos le dieron los balazos en la espalda, llegó a Caicedo donde la suegra de una de sus hermanas. Los muchachos del barrio lo recibieron con un arma para que se defendiera y lo invitaron a jalar carros con la banda de La Cañada para que comiera.

Todos los días madrugaba a trabajar con Óscar y Edwin –ya muertos—. Robaban un carro por la mañana, otro por la tarde y por la noche viajaban a Tuluá o Montería o a donde tuvieran que llevarlos.

Cuando robaba, dice, lo hacía con diplomacia. Dependía de la moda del momento. Cuando estaban los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar) decía: “Vea, nosotros somos de los Pepes, nos demoramos sino media horita, no se ponga celoso que tin…”, y la gente le entregaba las llaves.

En el fondo pensaba que la plata de los carros de alta gama que se robaba solo la perdían las aseguradoras. Y en parte tenía razón. Los que más estaban perdiendo dinero con los robos  a mano armada crearon a Majaca (Muerte a Jaladores de Carros), un grupo de autodefensas que mataba a la gente que hacía cosas como él.

Cada semana empezó a encontrar amigos desaparecidos cerca de la variante a Caldas, con un letrero pintado que decía eso: “Majaca”. Ahora piensa que ese diosito al que le habla con tanta insistencia desde hace diez años, siempre lo protegió.

–Cierto día llegué a La 44, una oficina cerca de la Minorista donde nos manteníamos los jaladores de carros y los piratas terrestres. Llegué en un renolcito lo más de bonito y me encontré con unos parceros que me advirtieron: “Sabes qué calvito, movete de por aquí”, y yo: “Ah, todo bien mi viejo”, y arranqué otra vez. A la hora volví y me dijeron que se habían llevado a tres.

Desde su desmovilización en 2003 y el fin de los cursos de la Oficina de Paz y Reconciliación, Joaquín Calle lleva un ritual inalterable: se levanta a las siete de la mañana a escuchar en la radio el Minuto de Dios, siembra, poda, da charlas a colegios y guarderías que visitan la Corporación Camposanto –que creó en 2007–, almuerza, sintoniza Latina Estéreo en el taxi que maneja hace cuatro años, regresa a su casa y duerme.

Mi señora me dice que descanse, pero yo le digo que descanso cuando me muera. A uno con cuatro hijos lo que le toca es trabajar, ¿sí o qué?

Su cara redonda y morena, con una sombra de barba plateada, está oscura por el humo de los carros que acumuló en los viajes de hoy. Dentro de cuatro meses trabajará con más de veinte personas, cuando la alcaldía le encargue la administración de la nueva aula ambiental del Cerro de los Valores, una escombrera que recuperó la corporación y ahora es un laberinto de árboles y huertas que hacen parte del proyecto del Jardín Circunvalar. Por ahora, en los tres meses que lleva este año, la corporación no ha recibido dinero de proyectos para sembrar jardines y el reciclaje que recojen no da para pagar todas las deudas. Sobre todo las de unas figuras enormes que construyeron en diciembre con alambre, acrílico para hacer los alumbrados del cerro.  

A los dieciséis años Joaquín ya tenía un balazo en la espalda y una pistola 7.75. Una llegó después de la otra. Allá arriba dicen que si Bienestar Familiar no amparó a los huérfanos después de la tragedia, si lo hizo la delincuencia

A esta hora, ocho de la noche, está sentado en la banca que hay debajo de un árbol de mango. Con los ojos serenos, mira el paisaje nocturno. Al fondo, la ciudad entera se riega por las laderas en forma de luces amarillas, titilando por la distancia, y recuerda:

–Antes todo eran milicias. Yo era muy pelado pero me acuerdo mucho de cuando andaban esos grupos de diez o quince muchachos pa arriba y pa abajo.

Recuerda muchas banderas ondeando en las montañas. Al frente, en el Ocho de Marzo, tenían las del ELN; en La Sierra las de las milicias del 6 y 7 de Noviembre –afines al ELN, a los Comandos Armados del Pueblo y a las Farc, y en el Pan de Azúcar las del M19. También a la gente de Pablo Escobar entrando al barrio en Kalimas y Carevacas y a muchos pelados de Villatina yéndose a trabajar con ellos. Las peleas dejaron de ser con machetes y cuchillos porque los cambiaron por fierros hechizos –changones–  que se conseguían muy baratos, y luego, con la plata que movían en los noventa, cambiaron por Mini-Uzis y metralletas. Entre 1990 y 1995, hubo 32.170 asesinatos en toda la ciudad.

–La zozobra eran las balaceras. En ese lado de allá –señala un sector a mano derecha–, un cuchito que vivía solo estaba desayunando y una bala perdida traspasó los adobes de su casa. Como a los tres días lo encontraron con la cabeza sobre el comedor.

Las balas pasaban de morro a morro. Las madres de los muchachos que cuidaban el barrio les guardaban las armas, les ayudaban a hacer petardos, y cuando se trasnochaban haciendo guardia, les llevaban aguapanela, pan y chocolate.

–En esa época no había organizaciones que le mandaran a uno armamento, municiones, plata, entonces nos tocaba financiarnos a nosotros.

En 1997 comenzó a manejar el carro de uno de los duros de La Terraza que movía plata del narcotráfico. Se llamaba Henry, estudiaba en la Universidad de Medellín y antes de convertirse en el contador de un mafioso vendía libros puerta a puerta.

–El man un día apareció con una mata de plata la hijuemadre y como sabía que yo tenía dos fierros amparados me comenzó a llamar y me daba una ligota no más por andar con él.

Durante tres años, Joaquín se fue a vivir a Sabaneta a un edificio de nueve pisos, con un millón de pesos mensuales.

–Uno anhelaba conseguir plata como esa gente, pero a punta de sueldo y de trasnoche era una terapia.

Había pasado un mes desde que decidió retirarse y volver a cuidar el barrio, cuando supo la noticia de que a Henry lo habían matado con sus escoltas.

–Donde yo hubiera estado ahí, me hubieran pegao por nada.

En el barrio, los que siempre combatieron a las milicias por su cuenta terminaron colaborando con el Bloque Metro de las autodefensas, comandado por Doble Cero. En el 2000, al poco tiempo de que La Terraza se rebelara contra su jefe, Don Berna negoció una “franquicia” de las autodefensas para crear el Bloque Caique Nutibara.

–Cuando menos pensamos nosotros hacíamos parte de una organización. Éramos civiles, pero todos sabíamos que el patrón era Don Berna.

En total eran nueve comandantes, desde La Sierra hasta Villa Hermosa. A las órdenes que recibieron de combatir a las milicias y a La Terraza, se sumaría otra que no esperaban: matar a los que se negaran a abandonar el Bloque Metro, sus antiguos compañeros.

Todas las mañanas cuando se levanta, Joaquín habla con dios. Le reza con pedacitos de notas que saca de El man está vivo, una cartilla del padre Lineros que compra cada mes.

Hace cinco años le decía en una conversación:

–¿Sabe qué diosito? Si este va a ser mi último día perdóneme todo, pero bueno, yo voy es pa allá, la única arma que quiero es usted.

Esas conversaciones reemplazaron las que aprendió en los meses que pasó en Santa Fe de Ralito y en Tierra Alta (Córdoba), cuando rezaba cinco oraciones durante los entrenamientos. La primera que le enseñaron decía: “Por las almas retornamos los derechos de los esmerados, enfrentando al enemigo por la falta del Estado. Empuñando fusil y equipo campesino defenderé de la subversión a mi país. Yo defenderé, ¡oh autodefensa gloriosa!, y en el pecho llevaré el Estado de Derecho, libertad, familia y fe”.

Otra decía: “No te sientas vencido aún vencido, no te sientas esclavo aun siendo esclavo; trémulo de pavor siéntete bravo, y a combate feroz llama un herido. Ten la intención de un clavo humedecido, que aun viejo y ruin vuelve a ser clavo, no como la cobarde intrepidez del pavo, que maja su plumaje ante el primer ruido. Posee cómo Dios que nunca llora, como Lucifer que nunca reza, como robledal cuya grandeza necesita del agua y no la implora. Grita Lucifer a vengador, ya rodando sobre el polvo su cabeza”.

Fue durante el proceso de desmovilización cuando conoció a su patrón. Después de una reunión de Don Berna en Tierra Alta, Joaquín iba detrás en una camioneta y se bajaba para abrirle todos los portones. Cuando llegaron a la finca se lo presentaron, se sentaron en la misma mesa y conversaron. El tema era la importancia que tenía hacer algo diferente para recuperar la confianza de sus comunidades.

–El día que supe de la desmovilización me fui hacia el camposanto conversando con Dios y le decía: “ah, vamos a ser buenos, vamos a hacer que la gente nos vea diferente”.

Según un artículo escrito por Gloria Castrillón en la revista Cambio de 2005, eran 78 los líderes desmovilizados que la gente llamaba “señores” y hacían labores sociales en Medellín. En esa época Don Berna estuvo financiando granjas, comedores infantiles, la recuperación del Cerro Pan de Azúcar como destino turístico, brigadas de salud, reinados populares, escuelas deportivas y hasta campeonatos de videojuegos de fútbol.

En navidad nosotros hacíamos pesebres por todos lados y Don Berna nos mandaba un carrado lleno de regalos que repartíamos a dos mil, tres mil niños. Él sabía cuáles eran los líderes que hacían labor social y no nos faltaba absolutamente nada. Ahora ya no, ahora ya todo se acabó.

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Joaquín lleva puesta una camiseta gastada de color azul, una gorra roja que apenas cabe en su cabeza, unas botas café-brahma y unos pantalones de jean todavía empolvados por la tierra del jardín que sembró esta mañana: san joaquines, camarones amarillos y durantas. Se pasea de un lado a otro de un salón enmallado en el Cerro de los Valores donde tiene una pared cubierta de fotografías quemadas por el sol.

En ellas aparecen él y sus amigos Henry ‘El pillo’, Luis Eduardo ‘Bart’, Omar Gil ‘El tío’, Andrés ‘El gato’, Alberto ‘El mono’, Jhony ‘La chinga’, Julito y Cesarín. Aparecen las madres caminando a su lado, las marchas, los convites, los recortes de prensa de la tragedia de Villatina y también los que devuelven la esperanza. Son las imágenes ha guardado desde que comenzó a documentar el proceso de recuperación del Camposanto y el Cerro de los Valores.

Dijo Chátraba: “… Porque cuando los falsos, sin escrúpulos, se confabulan contra el hombre inocente e íntegro, son capaces de conducirlo a la muerte, así sean ellos débiles y él fuerte”.

Abre la puerta de una oficina, al lado de un taller de alambre y donde guardan el reciclaje. Se sienta en un escritorio, saca un plegable que explica lo que hace la corporación y algo que ve en un cajón le recuerda la historia de una carta. Cuenta que un día, después de la desmovilización, recibió de puño y letra de Don Berna una carta donde le decía que era el designado para seguir las banderas de Alberto Cañada, su antiguo líder, y combatir a Juan Camilo Naranjo Martínez, alias ‘El Gomelo’. La policía lo señalaba como el principal agente desestabilizador del orden público tras haber entrado en guerra con la organización ‘Caicedo’, que vigilaba los intereses de La Oficina de Envigado.

–En una reunión a la que me citaron me dijeron “¿qué armas necesita?”; y yo les dije: “¿Saben qué? para lo que nosotros tenemos que hacer en nuestras comunidades no necesitamos las armas”, y se rieron.

Diez de sus amigos si aceptaron y hoy están pagando entre treinta y cuarenta años de cárcel.

–Han pasado miles de tormentas y yo sigo aquí, tomando aguapanelita con la comunidad. Me he encontrado con manes de otros combos y me dicen: “El jefe nos reúne y lo ponen de ejemplo es a usted hermano”. Dios nos abrió un camino diferente y nosotros supimos aprovechar este proceso, así fuera a lo Chapulín Colorado. Sin querer queriendo, recuperamos un patrimonio histórico de una ciudad sin memoria.

La casa de Joaquín Calle está ubicada en una esquina de la parte baja de Villatina. Es un segundo piso al que se accede por unas escaleras de madera y en el interior todavía huele a revoque de cemento con agua. Las paredes están pintadas de palo de rosa y las cortinas traslucidas de los marcos dejan ver una tele encendida, y a Camila, dieciocho años –hija de su segunda mujer–, y José David, once –hijo de la cuarta y última– acurrucados debajo de las cobijas.

Son las nueve de la noche y en el balcón está parada Jessica –su mujer desde hace diecisiete años, pelo negro, alta, fuerte–, diciendo:

–Hace rato no se quedaba hasta tan tarde en la calle –lo mira de reojo con una rabia amorosa–. Es que no sabés lo que me ha tocado lidiar con él.

Afuera, los buses que vienen del centro pasan llenos de gente a las diez de la noche.

En el balcón, Joaquín mira a Jessica con ese leve brillo en la pupila que nunca desaparece, la abraza por la espalda y dice:

A mí ya me da miedo hacer las cosas de las que era capaz antes. Ahora le tengo miedo a la muerte.

Caída de la tasa de homicidios en Medellín

Tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes / Fuente: Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses